Hace 500 años Hernán Cortés avanzaba en la conquista del imperio Azteca en busca de tesoros y gloria. Mientras, cerca de su casa, al otro lado del mundo, nacía en el pequeño pueblo de Montemolín un vecino y compatriota suyo, llamado Casiodoro de Reina. Las proezas y leyendas entorno al primero fueron loadas durante siglos, mientras que los logros del segundo se silenciaron con hierro y fuego. Casiodoro experimentó persecución, destierro, hoguera en efigie, penurias e incomprensión. Pero después de mucho esfuerzo y privaciones, en 1569 terminaría por traducir la Biblia, por primera vez en la historia, a la lengua castellana desde los idiomas en los que originariamente fue escrita (hebreo, arameo y griego). Con el fin de impedir la lectura de la Biblia en cualquier otra lengua que no fuera el latín, la mayoría de las copias de esa primera edición fueron destruidas, y hasta 1869 formó parte del Índice de Libros Prohibidos censurados por el Santo Oficio de la Inquisición.  Sin embargo, algunos ejemplares de la conocida como “Biblia del Oso” han llegado hasta nuestros días.

¿Qué llevaría a alguien como Casiodoro a poner su vida en riesgo por transcribir la Biblia en su propio idioma? De Reina confesó haber leído el evangelio de Juan más de 100 veces. Y pronto entendió que no era un libro cualquiera. Su mensaje lo cautivó, y él mismo lo explicó así:

“Enfurézcase el mundo cuanto quisiere contra ella, conspire, concierte, acuerde, maquine, ponga en efecto todos sus consejos, que todos serán disipados y vueltos en humo, sin poder llegarlos al fin que desea, porque con nosotros Dios y la promesa de Cristo es más firme que los mismos cielos”.

Antes o después, nuestra vida se desvanece como un soplo. Nuestras ilusiones, metas y aspiraciones se marchitan como una sombra. Pero el mensaje de la Biblia sigue siendo el mismo de generación a generación (1 Pedro 1:24–25). Un mensaje que expone las contradicciones y limitaciones del ser humano, al tiempo que presenta una realidad que trasciende a todo lo que somos. La Biblia afirma que Dios, habiendo hablado hace mucho tiempo, en muchas ocasiones y de muchas maneras, en estos últimos días lo ha hecho por medio Su hijo Jesucristo (Hebreos 1:1–2). Leer la Biblia tiene muchas propiedades. Pero por encima de todas ellas se encuentra la posibilidad real de acercarse a la persona de Jesucristo.

Sabemos por los registros históricos que Jesús de Nazaret vivió solamente 33 años. No estudió en ninguna institución. Nunca escribió un libro y ni tan siquiera viajó a una distancia de más de 200 km de su casa. Pero a través de los siglos se ha convertido en un personaje icónico. Una figura de la que anualmente se publican libros, películas o música en infinidad de lenguas. Jesucristo es un referente singular para distintas confesiones religiosas, aunque éstas resulten irreconciliables entre sí. Algunos lo consideran un revolucionario y otros un pacifista. Unos un loco y otros un sabio. Una figura religiosa o un personaje anti-religioso. Pero ¿quién es realmente Jesucristo? La respuesta a esta pregunta la encontramos precisamente en ese libro que tanto impactó a Casiodoro y a muchos otros a lo largo de la historia: la Biblia.

La Biblia nos relata que Dios se hizo hombre y habitó entre los seres humanos en la persona de Jesucristo (Juan 1:14). Siendo rico se hizo pobre para que por su pobreza fuésemos nosotros enriquecidos (2 Corintios 8:9). Vivió una vida perfecta con el fin de cancelar por nosotros una deuda que nunca podríamos haber pagado (Colosenses 2:13–14). Pero no lo hizo con oro, ni plata, ni piedras preciosas sino con su propia sangre (1 Pedro 1:18–19). Él, perfectamente justo, murió en una cruz a favor de aquellos que nunca lo han sido (2 Corintios 5:21). Pero resucitó al tercer día y, después de haberse aparecido a más de 500 personas, ascendió a los cielos (1 Corintios 15:3–8). De dónde regresará para encontrarse con los que realmente son suyos (Hechos 1:11).

Jesús mismo dijo: Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque muera, vivirá. Porque ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo y perder su alma? (Juan 11:25; Marcos 8:36). ¿Has encontrado esa gran perla? ¿Has comprendido que todo lo demás puede esperar?

A día de hoy, los restos mortales de Hernán Cortés y Casiodoro de Reina se encuentran enterrados muy lejos del lugar que los vio nacer. Ambos dejaron su huella en la historia, pero por razones muy diferentes. Como les sucedió en vida, muchos están al tanto de las aventuras del primero y pocos identifican al segundo. Sin embargo, 500 años después sabemos que el verdadero tesoro no estaba en el oro ni en las alabanzas de los hombres, sino en un libro cuyas palabras “permanecen para siempre” (Isaías 40:8). Un libro que nos habla de Aquel en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y el conocimiento (Colosenses 2:3). Uno que regresará ya no como mártir, sino como Rey (Marcos 13:26).

Este es el verdadero tesoro. 

 

Heber Torres