El cambio forma parte de nuestra realidad como seres humanos. Solo tenemos que mirarnos en el espejo. Las personas cambian de aspecto. Cambian de dieta. Cambian de rutinas. Cambian de amistades. Cambian de casa. Cambian de trabajo… Y aquello que en un momento de nuestras vidas fue parte esencial, con el tiempo, apenas lo recordamos vagamente.
Pero el que los seres humanos cambiemos no es algo necesariamente malo. De hecho, la Palabra de Dios nos enseña que es precisamente un enorme cambio el que tiene lugar en la vida de todos aquellos que son alcanzados por el evangelio. El creyente genuino está siendo progresivamente transformado. Día a día deja de ser lo que un día fue para llegar a ser lo que nunca ha sido. Y eso, inevitablemente va a producir cambios: en su forma de pensar, en su forma de actuar y en su forma de vivir.
- La condición del cristiano es otra: si alguno está en Cristo nueva criatura es las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas (1 Corintios 5:17)
- El deseo del cristiano es otro: para mí el vivir es Cristo (Filipenses 1:21)
- La prioridad del cristiano es otra: si habéis, pues, resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba (Colosenses 3:1)
Sin embargo, hay Uno que no está sujeto a cambios de ningún tipo. Y es que Cristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos (Hebreos 13:8). Esto lo sitúa en una categoría en la que solamente Dios tiene cabida, de la que se desprenden al menos tres implicaciones importantes:
1) Sus atributos no cambian
Los atributos son aquellas cualidades que hacen de algo lo que realmente es y no otra cosa. Para que nosotros lleguemos a ser lo que somos necesitamos aprender. Necesitamos experimentar. Necesitamos fracasar o tener éxito. Necesitamos tiempo. En definitiva, necesitamos cambiar. Sin embargo, Él no es una criatura más. No pertenece a la larga lista de seres creados. La Biblia afirma que Cristo es eterno. Él no tiene principio ni final. Toda existencia comienza con Él y todo final depende de Él. Y siendo Dios, la Escritura enseña que también es inmutable. De la misma forma que Santiago dice que en Dios no existe cambio ni sombra de variación, este texto nos confirma que en Cristo tampoco.
Cristo nunca ha sido menos de lo que debería ser y no puede ser más de lo que siempre ha sido. No ha necesitado retocar nada de su persona. No ha tenido que corregir nada de su carácter. No ha mejorado, ni ha empeorado con los años. Él es el mismo ayer, hoy y por los siglos. No hay un día en el que Cristo sea más fiel que otro. No hay una tarde en la que Cristo es más misericordioso que otra. Él es siempre igual. Perfecto. Inmejorable. Insuperable. Cristo es supremo.
2) Su autoridad no cambia
Jesús mismo dijo a sus discípulos “Vosotros me llamáis Señor, y hacéis bien porque lo soy” (Juan 13:13). La Biblia nos enseña que Él es el siervo sufriente, pero también el Monarca y Señor de la historia. Conforme a su naturaleza, Cristo tiene el derecho de demandar el servicio y la devoción de todas sus criaturas. Y, de acuerdo con sus atributos, cuenta con la capacidad de lograr sus planes y llevar a cabo sus propósitos. En Colosenses 1:15–17 leemos:
Él es el primogénito de toda creación. Porque en Él fueron creadas todas las cosas, tanto en los cielos como en la tierra, visibles e invisibles; ya sean tronos o dominios o poderes o autoridades; todo ha sido creado por medio de Él y para Él. Y El es antes de todas las cosas, y en Él todas las cosas permanecen.
Aun en medio de la confusión y de la oposición, su dominio es total y global. Su hegemonía es imparable e invencible, porque nada está fuera de su control soberano. ¡Nunca lo ha estado! Ni la vida ni la muerte, ni los poderosos ni la humanidad al completo pueden desviarse de lo que Él permite. De lo que Él desea. De lo que Él ha establecido. Por eso, el cristiano no solamente contempla la grandeza de Cristo, sino que obedece y se somete ante la autoridad de Aquel que lo es todo en todo. Y lo hace con gratitud y contentamiento (Salmo 119:72; 127).
3) Su actualidad no cambia
Muchas personas hoy viven preocupadas por lo que nos deparará un mañana que parece más incierto que nunca. En estas últimas semanas, un virus microscópico ha vuelto a poner de manifiesto una realidad que la Palabra de Dios revela desde sus primeras páginas: el sistema de este mundo es frágil. Nuestras vidas no son más que un soplo. Todo lo que tenemos se desvanece fácilmente. En cuestión de minutos, los gobiernos más fuertes pueden verse comprometidos, las grandes compañías pierden todo su valor y nuestros proyectos y planes se desbaratan. Sin embargo, la Biblia nos enseña que hay Uno en quién podemos poner toda nuestra confianza sin temor a ser defraudados. Uno cuya sangre no deja de ser efectiva para purificar a todo el que se acerca a Él. Mientras tanto, Cristo no cesa, ni por un segundo, de interceder a favor de los que son suyos (1 Juan 1:9; 2:1).
Él es la roca inamovible. Ni viento ni tormenta alguna lograrán desplazarlo un milímetro del lugar en el que siempre ha estado. Sus atributos no cambian. Su autoridad no varía. Su actividad no cesa. Y, por tanto, su actualidad no se pasa. Siempre es pertinente. Siempre es apropiado. Siempre es oportuno. Podemos descansar seguros, porque Aquel que es el mismo ayer, hoy y por los siglos nos lo ha prometido: “yo estoy con vosotros, todos los días hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20).
Heber Torres
Querido hermano en Cristo, Heber, maravilloso artículo “La Roca Inamovible”, no me canso de leerlo, y meditar, es excelente tu exposición de la Verdad de una manera fácil pero contundente para nuestras vidas. Con humildad y sencillez me viene a la memoria “El Temor del Señor”. El Dios Padre pido que continúes creciendo, y que cumpla en ti, todo el propósito que tiene El preparado para ti. saludos